Esta pregunta inicial que se nos plantea, propone hacer
foco en una actividad quizás poco reconocida como lo es el juego, y más
específicamente referida a las acciones de repetición, fingimiento o también
conocido como juego simbólico. Y, a partir de allí, podríamos desprender otras
problemáticas a desarrollar, ya sea como elemento para acercarnos a la realidad
del niño y su medio circundante, la influencia de la cultura o el desarrollo de
valores como la empatía, la solidaridad y el respeto a la hora de aceptar el
modo de actuar de otro diferente a nosotros. También resulta interesante
destacar las dimensiones del desarrollo de la persona que se ven involucradas
durante la actividad, remarcando su carga emocional y las experiencias
personales de donde se servirá el individuo a la hora de efectuar acciones,
inicialmente inconscientes, replicando desde una perspectiva personal, es
decir, desde un punto de vista subjetivo y que adquiere un valor personal y
único según quien la efectúe.
Es por esto que tomando diferentes autores, nos
adentraremos en el mundo del juego durante la infancia y su posible traspaso a
la edad adolescente y adulta inclusive, reconociendo a la imitación como una
herramienta útil en el proceso de la formación de estructuras psíquicas de
ideas y pensamientos que constituyen particularidades en los sujetos.
Para iniciar, resultaría necesario introducir o
especificar a qué nos referimos cuando hablamos de juego. Tomando como
referencia a Karl Groos (1902) y a su teoría, aludimos a juego como “un ejercicio preparatorio que se constituye en la 1º
edad de los humanos como en la de los animales, un procedimiento instintivo de
adquisición de comportamientos adaptados a las situaciones que el adulto tendrá
afrontar posteriormente.” Adjudicándole
así, un valor fundamental de la actividad que tiene sus inicios desde la edad
más temprana dentro de la especie; y una función de autoconocimiento y
autoeducación experimental. Otros autores para tener presente son los
constructivistas Jean Piaget (1956) y Lev Vigotsky (1924) quienes asumen el
juego como una actividad propia de los seres humanos y su desarrollo
inteligente al ir asimilando la realidad, acomodando estas visiones según las
propias experiencias y recreando así una idea original, también llamada
adaptación; con una carga cultural importante (teoría vigotskiana) y la
interacción social que posibilita salir de la individualidad para constituirse
como comunidad o grupo.
Ahora bien, a partir de vivencias personales podría
añadir varias cualidades más que hacen al juego lo que es, una actividad
placentera, imaginativa, estimulante, libre y única, expresiva, entre otras.
Una vez entendido el encuadre, reconocemos dentro del
juego varias aristas según la clasificación que se quiera hacer, ya sea
considerando las personas que intervienen o no, el espacio y el tiempo donde se
llevan a cabo, los materiales que se precisen, la finalidad u orientación que
tenga, qué partes del cuerpo o de la mente ponga en juego, etcétera. Pero si
nos referimos específicamente al juego simbólico, indudablemente incluimos
dentro de éste todas las clasificaciones anteriores, ya que en la diversidad y
amplitud que esta acción refiere, nos hallamos integrando todas las dimensiones
y aptitudes humanas que fuimos adquiriendo a lo largo del tiempo y con las que
contamos de manera innata.
¿Por qué hablar de la importancia del juego simbólico?
¿Es el juego una “cosa seria”? ¿Sólo los niños simbolizan? ¿Cómo puede el juego
evidenciar la manera de pensar de un individuo?
Retomando a nuestros autores cognitivistas, decimos que
el juego simbólico es una proyección del niño que se efectúa a partir de las
representaciones que posea sobre distintas temáticas, roles, actividades
cotidianas, a las cuales se les otorga un valor determinado y personal en donde
el niño “hace como si” llevara adelante la acción que está viendo o que,
posteriormente, pueda interiorizar y representar sin la presencia del modelo al
que quiere referirse. El desarrollo de estas acciones inicia a partir de los 12
meses de vida, y como dijimos anteriormente, abarca la reproducción de gestos,
sonidos o acciones que el sujeto vivencia cotidianamente y le resultan
significativos. A medida que transcurre el tiempo, estos esquemas
representativos se irán afianzando e integrando, añadiéndosele objetos,
personas, o elementos particulares que contribuyan a la actividad. Sin embargo,
es competente considerar la importancia de la imaginación, la productividad y
su desarrollo al momento de jugar “a ser”. Otorgarle significado, nombre,
función, a la acción que se está practicando nos habla de la capacidad de
recrear constantemente un universo que nos abre la puerta a oportunidades
impensadas o soluciones innovadores, o incluso, como diría Piaget, a respuestas
adaptadas inteligentes.
Pensarnos como seres activos, que toman protagonismo en
la vida misma día a día, nos hace reflexionar de manera individual y colectiva.
El papel que cumple el papá o la mamá dentro del circuito familiar, dentro de
la sociedad y la forma en que lo desempeña podría influir en la visión del niño
sobre éstas. Así como también las convenciones sociales o la información con la
que esté en contacto. Aquí aparece el
juego de los superhéroes o las representaciones mentales que idealizan los niños
cuando ven sus programas de dibujitos favoritos o se disfrazan de personajes
animados, hacia los 3 años aproximadamente. Puede que esta fantasía los
conduzca a creerse tales personajes, dejando de lado su propio ser o la
realidad en la que se encuentran. No considero mal alentar este tipo de
imitaciones, pero defiendo más una postura real y accesible a la cotidianidad,
trabajando los valores o las emociones, el saber identificarlas en uno mismo y
en los demás. Poder generar empatía y ubicándose en lo que a cada uno le toca.
Y, cuando llegue el momento en el cual sean capaces de proyectar acciones o
interacciones con otros dentro de un juego, no les resulte tan complejo este
proceso y sirviéndose de su creatividad, puedan pensarse a un futuro factible y
en base a sus gustos y creencias.
Por último, y una vez reconocido la importancia del juego
representativo, no sólo resultará importante su estimulación y trabajo dentro
de la familia o en las instituciones educativas, así como actividades o
espacios extra que promuevan el desarrollo del compartir, el lenguaje, la
cultura, los roles adultos y todo lo que ya hemos venido hablando; plantear
quizás la posibilidad de volcar este instrumento a edades más avanzadas, ya sea
en adolescentes como orientación vocacional, o en adultos, para seguir
trabajando valores o proyectarse a sí mismos y a su familia. Si nos ponemos a
pensar, es un ejercicio que constantemente estamos practicando, y sino, que
deberíamos practicar. Al fin y al cabo, asumir diferentes roles nos hace dar
cuenta de quién es el otro, con qué lucha y qué puede hacer; o nosotros mismos,
de qué somos capaces y cuáles son nuestras limitaciones. En conclusión,
podríamos volvernos niños un rato y jugar, o reconocer, que no sólo los niños
juegan, y eso también está bueno.
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